EL VIEJO Y
LA MUERTE
Felix María Samaniego
Entre montes, por áspero camino,
tropezando con una y otra peña1,
iba un viejo cargado con su
leña,
maldiciendo su mísero2
destino.
Al fin cayó, y viéndose de
suerte 3
que apenas levantarse ya podía,
llamaba con colérica4
porfía
una, dos y tres veces a la Muerte.
Armada de guadaña5,
en esqueleto,
la Parca6 se le
ofrece en aquel punto;
pero el viejo, temiendo ser
difunto7,
lleno más de terror que de
respeto,
trémulo8 le decía y
balbuciente:
“Yo ... señora... os llamé
desesperado;
pero... “
«Acaba; ¿qué quieres,
desdichado?»
«Que me cargues la leña
solamente.»
Tenga paciencia quien se cree infelice;
que, aún en la situación más lamentable,
es la vida del hombre siempre amable.
El viejo de la leña nos lo dice.
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1 Peña : piedra
2 Mísero: infeliz, desdichado.
3 De suerte que: de tal modo
4 Colérica: enojada,
furiosa, rabiosa.
5 Guadaña: herramienta con que se cosechaba antiguamente el
trigo u otros cereales, consiste en un palo con una cuchilla curva sujeta a
un extremo (ver imagen).
6 Parca: forma de llamar a la muerte que se origina en el
mito griego de Las Parcas.
7 Difunto: muerto
8 Trémulo: tembloroso.
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Fragmento de El
periquillo sarniento
De José Joaquín Fernández de Lizardi
Nací en México, capital de la
América Septentrional, en la Nueva-España. Ningunos elogios serían bastantes en
mi boca para dedicarlos a mi cara patria; pero, por serlo, ningunos más
sospechosos. Los que la habitan y los extranjeros que la han visto, pueden
hacer su panegírico más creíble, pues no tienen el estorbo de la parcialidad,
cuyo lente de aumento puede a veces disfrazar los defectos, o poner en grande
las ventajas de la patria aun a los mismos naturales; y así, dejando la
descripción de México para los curiosos imparciales, digo: que nací en esta
rica y populosa ciudad por los años de 1771 a 73 de unos padres no opulentos,
pero no constituidos en la miseria; al mismo tiempo que eran de una limpia
sangre, la hacían lucir y conocer por su virtud. ¡Oh, si siempre los hijos
siguieran constantemente los buenos ejemplos de sus padres!
Luego que nací,
después de las lavadas y demás diligencias de aquella hora, mis tías, mis
abuelas y otras viejas del antiguo cuño querían amarrarme las manos, y fajarme
o liarme como un cohete, alegando que si me las dejaban sueltas, estaba yo
propenso a ser muy manilargo de grande, y por último, y como la razón de más peso y el
argumento más incontrastable, decían que éste era el modo con que a ellas las
habían criado, y que por tanto, era el mejor y el que se debía seguir como más
seguro, sin meterse a disputar para nada del asunto; porque los viejos eran en
todo más sabios que los del día, y pues ellos amarraban las manos a sus hijos,
se debía seguir su ejemplo a ojos cerrados.
A seguida, sacaron de un canastito una cincha de listón que
llamaban
faja de dijes, guarnecida con
manitas de azabache, el
ojo del venado,
colmillo de caimán, y otras
baratijas de esta clase, dizque para engalanarme con estas reliquias del supersticioso
paganismo el mismo día que se había señalado para que en boca de mis padrinos
fuera yo a profesar la fe y santa religión de Jesucristo.
¡Válgame Dios
cuánto tuvo mi padre que batallar con las preocupaciones de las benditas
viejas! ¡Cuánta saliva no gastó para hacerles ver que era una quimera y un
absurdo pernicioso el liar y atar las manos a las criaturas! ¡Y qué trabajo no
lo costó persuadir a estas ancianas inocentes a que el azabache, el hueso, la
piedra, ni otros amuletos de esta ni ninguna clase, no tienen virtud alguna
contra el aire, rabia, mal de ojo, y semejantes faramallas!
Así me lo contó su
merced muchas veces, como también el triunfo que logró de todas ellas, que a
fuerza o de grado accedieron a no aprisionarme, a no adornarme sino con un
rosario, la santa cruz, un relicario y los cuatro evangelios, y luego se trató
de bautizarme.
Mis padres
ya habían citado los padrinos, y no pobres, sencillamente persuadidos a que en
el caso de orfandad me servirían de apoyo.